domingo, 17 de enero de 2010

El “mal” de Bukowski

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por Guillermo Vega Zaragoza


Tengo que decirlo: Charles Bukowski le ha hecho mal a la literatura mexicana reciente. Bueno, en realidad no ha sido él directamente sino más bien los que le han hecho mal son los autollamados “críticos” literarios, quienes no pueden leer un cuento o una novela en la que aparezcan personajes desahuciados y marginales, tales como borrachines, teporochos, prostitutas o poetas muertosdehambre, textos donde la sexualidad sea descarnada y abordada sin tapujos ni florituras, y el lenguaje sea directo y sin tapujos, porque de inmediato lo etiquetan de “bukowskiano”, o peor: “contracultural” o “realismo sucio”, o peor aún: “literatura basura”, o alguna de esas mamadas que les encanta inventar o fusilarse de alguna revista extranjera a los mencionados “críticos” para luego endilgársela a alguna obra literaria, sin hacer un verdadero trabajo de investigación para desquitar el dinero que les pagan por perpetrar sus indigestos “estudios literarios”.

Esos “críticos” parecen no haberse enterado de que todo eso que ahora consideran “bukowskiano” (whatever that means) tiene un buen rato campeando en la literatura de nuestro país, por lo menos desde el siglo XIX, con escritores como Antonio Plaza, quien es nuestro primer y verdadero “poeta maldito”, y escribió versos de alto calibre, como éste, dedicado “A una ramera”:

“Sólo tengo una madre. ¡Me ama tanto!
sus pechos mi niñez alimentaron,
y mi sed apagó su tierno llanto,
y sus vigilias hombre me formaron.

A ese ángel para mí tan santo,
última fe de creencias que pasaron,
a ese ángel de bondad, ¡quién lo creyera!,
olvido por tu amor… ¡loca ramera!

Sé que tu amor no me dará placeres,
sé que burlas mis grandes sacrificios.
Eres tú la más vil de las mujeres;
conozco tu maldad, tus artificios.

Pero te amo, mujer, te amo como eres;
amo tu perversión, amo tus vicios,
y aunque maldigo el fuego en que me inflamo,
mientras más vil te encuentro, más te amo.”

O este otro, un soneto titulado “El borracho”:

“Generoso en la copa, ruin en todo;
ronca la voz, inyecta la mirada,
párpados gruesos, faz abotagada
y siempre crudo cuando no beodo.

Perdida la razón, goza a su modo,
y nunca estar en su razón le agrada;
que el vino es todo, la razón es nada,
y sólo vive al empinar el codo.

Cuando al inflamarle empieza el aguardiente,
lenguaraz, atrevido y vivaracho,
es intrépido, franco y excelente

amigo; pero juzgo sin empacho
que no es franco, ni amigo, ni valiente;
porque el borracho, en fin, sólo es... borracho.”

Estamos hablando de poemas escritos en la segunda mitad del siglo XIX, por un poeta nacido en Guanajuato y que murió en la indigencia. (Para enterarse sobre la vida y la obra de este poeta se recomienda la antología Del álbum del corazón y otras páginas, selección de Juan Diego Razo Oliva, Factoría Ediciones, 2000).

¡Y pensar que las jóvenes generaciones sienten calenturas portentosas con paparruchas mal traducidas en Barcelona! ¡En México ya éramos bukowskianos desde endenantes, siempre lo hemos sido, y nosotros sin saberlo!

Carlos Monsiváis contó en Amor perdido (Editorial Era, 1972) aquel escándalo provocado en 1932 por la publicación de fragmentos de la novela Cariátide, de Rubén Salazar Mallén, en la revista Examen, que dirigía Jorge Cuesta. Un licenciadillo llamado José Elguero, organizador de un oscuro “Comité de Salud Pública”, acusó a la Secretaría de Educación Pública de financiar el “pasquín”, pues allí trabajaban casi todos sus editores: el propio Cuesta, Samuel Ramos, José y Celestino Gorostiza, Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer. El secretario Narciso Bassols escurrió el bulto, pero el daño ya estaba hecho: desde Excélsior y El Nacional se lanzaron contra los “perpetradores” de ese “atentado a la moral y las buenas costumbres”.

Llama la atención un artículo publicado precisamente en El Nacional por un tal licenciado Antonio Islas Bravo: “Puede un artista entregarse a los paraísos artificiales por medio de los tóxicos malditos; pero recorrer las páginas de la cultura literaria para acabar, a título de vanguardismo, en una predicación inacabable de insolencias de pulquería; poner ese lenguaje no sólo en los labios de hombres, sino como propio de muchas de nuestras mujeres, y escoger cuidadosamente, a nuestro juicio, toda la insolencia mexicana, la más gruesa, la más ordinaria, la más repugnante, para formar los diálogos de la llamada novela, son cosas que no deben tolerarse y que niegan toda aptitud para las letras… Puede calcularse lo que será de la República con esas inundaciones que vienen de las letrinas literarias. Es el resultado del afeminamiento en las letras. Éstas para ser robustas necesitan siempre un ideal superior propio de hombres”.

¿Y qué decía la mencionada noveleta para provocar tan exaltadas reacciones? Nada que no aparezca hoy en cualquier programa cómico de televisión transmitido, como se decía antes, “de costa a costa y allende nuestras fronteras”: “Este es un chingón que hasta los elotes masca”, dice uno de los personajes. Una mujer, a la que jalonean dos hombres, vocifera “¡Cabrones, suelten, cabrones!”, mientras otro más que observa la escena piensa: “!Ba! ¡Ni que fuera señorita! ¡Todas las vergas son iguales!”

El escándalo terminó con la renuncia de todos los intelectuales acusados a sus trabajos en el gobierno y la expedición de órdenes de aprehensión en contra de Cuesta y Salazar Mallén, que afortunadamente no se cumplieron.

Pocos años después, sería José Revueltas quien pondría el ojo en eso que Evodio Escalante nombró “el lado moridor” de la literatura, con personajes “en eterna fuga”, con situaciones en las que afloran la degradación y la animalidad del ser humano, en la gran “defecación universal” que es la vida es esta tierra. Por eso no es raro que la mayoría de los títulos de los libros de Revueltas hagan referencia a la tierra como lugar de la tragedia y el destino inescapable de la humanidad: Los días terrenales, Dios en la tierra, Dormir en tierra, En algún valle de lágrimas y El apando. Por eso mismo, Revueltas fue marginado y rechazado hasta por sus pares comunistas, quienes le reclamaban que no escribiera sobre personajes “positivos”, “enaltecedores”, “ejemplares”, sino de tullidos como El Carajo o El Tuerto Ventura.

Serían los escritores de la mal llamada “Onda” quienes reconocerían la herencia de Revueltas y retomarían la estafeta para plasmar en sus obras situaciones de personajes marginales y poco “edificantes”, como José Agustín en Se está haciendo tarde (final en laguna) o Parménides García Saldaña en Pasto verde, retratando ahora a jóvenes urbanos, jodidos, pachecos, desmadrosos, con un lenguaje vivo, fresco y descarnado, tomado del cine, del comic, de la televisión y del rock. Poco después aparecería, ya en los setentas, un autor como Armando Ramírez, que con Chin Chin el Teporocho y Pu (Violación en Polanco) llevaría a sus últimas consecuencias la presencia de la marginalidad (incluso de la ortografía y la gramática) en la literatura mexicana.

Ya a finales de los ochenta, apareció un escritor que llamaría la atención por retratar en sus textos a esos personajes desencantados y escabrosos, aunque las fuentes de inspiración tendrían un origen diferente. Desde luego que me refiero a Guillermo Fadanelli, a quien los perezosos críticos de nuestro país declararon “apóstol de la literatura basura” y “heredero de Bukowski”, lo cual durante mucho tiempo no le hizo nada bien a Fadanelli, cuyo registro temático y estilístico es mucho más amplio, como lo ha demostrado en sus novelas más recientes, como Lodo y Educar a los topos.

En suma, lo “marginal” tiene carta de naturalización en nuestra literatura desde hace mucho tiempo, y no empezó con la importación de los libros de Bukowski desde Barcelona. Lo marginal está ahí, afuera, en la calle, en la realidad descarnada y alucinante de este país, por mucho que buena parte de los escritores de este país prefieran ignorarla y se sienten a escribir ataviados de guantes blancos, corbata y camisa de seda, para contar historias donde sus personajes nacen ya muertos, pues no tienen ningún contacto con la vida, son como monstruos de Frankenstein que tratan de aterrorizar a un público que hace mucho que abandonó las librerías y las bibliotecas para culiatornillarse ante la televisión, el las películas en DVD, el videojuego y la pornografía en Internet.

Mientras buena parte de los escritores de este país tengan miedo de salir a la calle y enfrentarse con LA VIDA, sus historias serán apenas un pálido remedo de la verdadera literatura. El escritor hoy tiene que meter las manos en la realidad, empaparse de ella, manosearla, acariciarla, cachondeársela, fajársela, hacerle el amor, cogérsela, penetrarla por todos los orificios posibles e imposibles, porque si no, como dijo alguna vez Guillermo Zambrano, la vida va a terminar metiéndosela al escritor.

En estos tiempos de lo “políticamente correcto”, donde cualquier referencia al falo arranca airadas acusaciones de machismo retrógrado, es casi un alivio que, con el pretexto de rendir homenaje al Gran Bestia, un grupo de escritores de diversos orígenes, estilos e influencias se atrevan a contarnos historias plenas de coitos, de personajes que fornican, que aman y sufren, encloquecen y brillan, que se devoran a sí mismos y tratan de devorar a los demás para tratar de comunicarse, de hacer contacto con el Otro, en un mundo donde lo limpio, lo sano, lo bonito, lo decente, se ha convertido en una categoría más del consumo, y al mismo tiempo en una máscara más de la hipocresía, la avaricia, el egoísmo y la descomposición que está haciendo que el mundo se vaya al lugar a donde parece que lo estamos condenando: el retrete.

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